miércoles, 23 de octubre de 2013

El botón del olvido

Un cuento por Víctor Álex Hernández


Fotografía: José de Haro 
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Gustavo Montoro recordaba sus inicios en el mundo de la aviación recostado en el viejo y desteñido cojín con la forma de Bob Esponja que casi medio siglo atrás le había regalado su madre. El mundo había cambiado mucho desde que este singular personaje se hubiera convertido en el protagonista de las vidas de muchos niños de su generación. Pero ya no existía nadie, aparte de él, que recordara ni siquiera por asomo quién era ese amarillo personaje. Por supuesto, tampoco los niños que correteaban junto a su sobrino en el polideportivo anexo al colegio tenían idea de la existencia del simpático habitante de Fondo de Bikini. Sin embargo, Iara, su querida hermana, y Persé, hijo de ésta, a menudo le preguntaban por las aventuras del dibujo animado debido a la curiosidad que la acolchada reproducción les despertaba. En respuesta a estas inquietudes, Gustavo les animaba las tardes con precisas descripciones que extraía de su insólita memoria acerca de las andanzas del olvidado Bob Esponja.
Y no era que el recuerdo de Gustavo fuera sobrehumano o antinatural. Tenía una mente privilegiada, eso sí. De pequeño siempre destacó en sus estudios y con dieciséis años ya era capaz de pilotar una pequeña avioneta propiedad de su padre. El hecho de que fuera el único habitante de la tierra con recuerdos de un tiempo pasado se debía a que un conjunto de casualidades estuvo de su parte en el instante en el que el Gobierno pulsó el botón del olvido. En aquel preciso momento, todo ser viviente, salvo el comandante Montoro, perdió conocimiento de aquello que estuviera almacenado en su memoria con la salvedad de la lengua materna. Esta cualidad, el habla, con gran mérito de los científicos del Gobierno había sido aislada y excluida del proceso de amnesia colectiva que de manera inminente se planeaba desencadenar.


Aparte de borrar por completo el recuerdo de millones de habitantes del planeta, justo cuando se presionó el botón se desencadenaron también, sin ninguna demora y de forma sincronizada, otras dos acciones igual de destructivas. Por un lado, se activó un virus informático que había sido sigilosamente distribuido en todo tipo de soportes digitales y que se encargó del borrado de cualquier clase de información alojada en ellos. Por otro lado, se detonaron varias centenas de bombas estratégicamente dispuestas por efectivos militares en las principales bibliotecas alrededor del mundo. Con todo ello, los altos poderes no sólo pretendieron eliminar un recuerdo colectivo y una historia, sino que además era más que evidente su intención de dificultar en la mayor medida posible los intentos venideros de reconstrucción del pasado. El Gobierno era consciente de la imposibilidad de destruir al unísono la infinita bibliografía existente, pero tenían claro que la dificultad para recabar cualquier tipo de información después del ataque sería extrema, dada la pérdida de la habilidad lectora en toda la humanidad como consecuencia de la acción generada  por el botón. En el mejor de los casos, se tardarían décadas en poder interpretar cualquier tipo de escrito que sobreviviese al ataque. Y el porcentaje de información que se perdería para siempre sería considerablemente elevado.


Y así, con la sencilla acción de imprimir una ligera fuerza sobre un botón se completó la compleja expansión de una insólita plaga que alcanzaría dimensiones bíblicas. El plan sin embargo no era fruto de la ira de ningún Dios, sino que fue orquestado por un conjunto de dirigentes formado por políticos, militares, científicos y religiosos. Tan solo el inexplicable azar hizo que Gustavo, cual Noé en su bíblico arca, se encontrara sobrevolando a una altura suficiente el epicentro justo desde el cual se ejecutó la irreversible acción, explotando así la única vulnerabilidad del sistema que permitía quedar al margen del indiscriminado ataque. Esta debilidad, de la cual ni siquiera los ingenieros tenían conocimiento, permitió a Gustavo conservar sus recuerdos, y a los dispositivos electrónicos del artefacto mantener la información suficiente para tomar tierra con posterioridad. Cuando el comandante, ante la falta de respuesta por parte de la torre de control, realizó su forzado aterrizaje de emergencia , nada le hacía imaginar la magnitud de las diferencias que descubriría en suelo firme con respecto al mundo del que hacía tan solo unas horas se había separado.


Poco tiempo tardó en atar cabos hasta darse cuenta de lo que ocurría. El contacto subsiguiente con todo ser humano supuso para él un impacto estremecedor. Gente deambulando desorientada por los pasillos del aeropuerto preguntándose unos a otros quiénes eran y qué hacían allí. Conductores en el parking sin saber para qué servía el vehículo del cual se acababan de apear. Aviones lloviendo del cielo como si fueran perdices abatidas por certeros cazadores. Innumerables accidentes de tráfico por las carreteras camino de su hogar. Individuos corriendo despavoridos al ver acercarse el coche de Gustavo, que avanzaba sin prisa pero sin pausa en busca de su familia. Todo a su alrededor se había convertido en un escenario dantesco, donde sobresalía su figura como la de un elegido cuyo firme avanzar en busca de un destino claro no lograba disimular el desconcierto interior contra el que se rebelaba de manera infructuosa.


Mientras clavaba su mirada en los acolchados ojos de Bob Esponja, pensaba en lo afortunado que era por poder aún recordar, con mayor o menor nitidez, lo vivido desde que tenía uso de razón, pasando por ese fatídico día en el que todo cambió, hasta el momento presente. Pero sin embargo, lo que experimentó en las horas posteriores a ese último vuelo le acompañaría como un castigo que se volcaría cada cierto tiempo sobre su conciencia. En ocasiones, se planteaba si no hubiera sido mejor haber caído con estrépito de aquel avión. Evocar el rostro de su fallecida madre en esos momentos de debilidad solía actuar de bálsamo y le ayudaba a desterrar esos pensamientos. También le consolaba recordar el rencuentro con sus familiares aquella misma tarde cuando todo dejó de ser lo que era. Al contrario que los millones de habitantes que sufrieron las consecuencias del suceso, su familia tuvo la suerte de encontrar respuestas casi inmediatas a la mayoría de sus preguntas. Y la sensación de alivio que este hecho le producía era para él imposible de describir con palabras.


Gustavo fue poco a poco encargándose de trazar precisas pinceladas en los vacíos lienzos que sus seres queridos alojaban en sus memorias. Fueron largas veladas de conversaciones interminables compartiendo con ellos las experiencias comunes. Mientras Gustavo revivía sus recuerdos, ayudado por las escasas fotografías que su familia conservaba en papel, su madre, padre, y su embarazada hermana escuchaban con atención sin tener muy claro hasta qué punto eran unos afortunados por tener la oportunidad de escuchar, en boca de su interlocutor, su propio pasado. Poco a poco, las miradas perdidas y las lágrimas se fueron tornando en sonrisas, besos y cálidos abrazos. Mientras el caos más absoluto se adueñaba de las calles, en el hogar Montoro se comenzó a gestar una sosegada tregua. Todos, incluido Gustavo, ignoraban los motivos por los cuales era el único ser viviente que tenía recuerdos, pero a nadie se le escapó que esa insólita cualidad conllevaba un poder inmenso. El simple hecho de encender una cerilla provocaba en el observador una reacción de asombro similar a la que debieron experimentar nuestros prehistóricos descubridores del fuego. Y enseguida se apresuró a disimular lo máximo posible su particularidad.


Su espíritu bondadoso, sin embargo, le impedía ocultar su peculiar situación tanto como le hubiera gustado. En esos primeros meses, y sin llegar a ser ningún experto en nada que no fuera la habilidad para pilotar aviones, otrora vital para él, pero ahora totalmente inútil, los más cercanos se fueron percatando de la inexplicable sabiduría general que atesoraba Gustavo. Y es que progresivamente se fue conociendo que era el único habitante que entendía lo que era un antibiótico o un anti—inflamatorio. El único capaz de descifrar los misteriosos signos de tinta que impregnaban aquellos extraños objetos compuestos por múltiples hojas de papel encuadernadas. El único capaz de sortear con un vehículo los obstáculos que poblaban las carreteras. El único que sabía donde buscar y encontrar justo aquello que necesitaba. No tardó mucho en convertirse en el encargado de iniciar a la comunidad en las técnicas más básicas de agricultura, de enfermería, de albañilería, artesanía, confección y muchos otros campos que jamás hubiera imaginado adoctrinar. Asistió a su hermana en el parto, para lo cual estuvo semanas recabando información, medicamentos y enseres. Interiormente Gustavo comprobaba lo que debían haber sentido en la antigüedad los filósofos griegos cuando rodeados de jóvenes e inexpertos discípulos emitían largas oratorias mientras eran observados con admiración.


Pero la vida social en la que Gustavo habitaba de forma cómoda, su reconfortante ayuda al prójimo, y la impagable labor de servir de guía para la comunidad en innumerables tareas de la vida cotidiana, todo ello llegó a su fin un par de años más tarde.  Unos meses antes de abandonar estas tareas y retraerse en el hogar, empezó a percatarse de ciertos cambios en la persona de su madre. De repente, y sin aparente explicación, comenzó a presentar dificultades para retener en su memoria las historias acerca de la familia y su pasado que su hijo le narraba todas las noches apasionadamente. Posteriormente comenzó también a mostrar signos de haber olvidado conversaciones o acciones vividas recientemente. En un principio, Gustavo asoció todo esto con las primeras muestras internas de una incipiente vejez, que externamente hacía ya un tiempo adornaba el bello semblante de su madre con arrugas, teñía su rubia y larga cabellera de blanco, y transformaba paulatinamente su esqueleto en un frágil soporte para sus menguantes músculos. Una lluviosa tarde, de repente, mientras meditaba sobre lo que le podía estar ocurriendo a su madre ante el implacable aumento de la frecuencia e intensidad de estos síntomas, que había venido observando con mucha preocupación, una vieja palabra golpeó sin piedad todo su ser: ¡Alzheimer!


Aturdido por el descubrimiento, Gustavo pasó las semanas posteriores buscando de forma desesperada libros en casas de amigos o conocidos que pudieran arrojar algo de luz sobre la enfermedad. Aún conservando nociones superficiales, por haber sido una enfermedad tristemente conocida, dicho conocimiento se le antojaba insuficiente para poder actuar al cuidado de su madre. Enseguida descubrió que el pronóstico de cada individuo era muy difícil de determinar, y que nunca llegó a descubrirse tratamiento alguno que detuviera o retrasara el desarrollo de la enfermedad. Ante la imposibilidad de encontrar ninguna mano experta que milagrosamente pudiera aportar cualquier tipo de alivio ante la degeneración que la mente que su madre iba a tener que soportar, a Gustavo no se le ocurrió nada mejor que volcarse por completo en la custodia de la persona que más amaba en su vida. Y así, con entera dedicación a su débil madre transcurrieron los nueve años que pasaron desde que la maldita palabra estremeció sus sentidos, hasta que una gélida tarde de otoño ella abandonó para siempre los desmemoriados pozos en que se habían convertido tanto el mundo en el cual vivía su cuerpo, como la mente en la cual habitaba su alma.


Gustavo enterró a su madre acompañado por su anciano padre, Iara, el jovencito Persé y diversos conocidos que en los años posteriores a la pulsación del botón se habían encariñado con la familia, sobretodo por la encomiable labor que Gustavo realizaba de manera altruista por el bien común. Agotado por la carga personal que supuso la atención permanente a su madre, y con un dolor desgarrador en su corazón, jamás se repuso del golpe que suponía para él que su madre hubiera tenido que olvidar dos veces, la primera de forma súbita y la segunda de manera progresiva, todo cuanto recordaba, todo lo vivido y todo lo que de boca de su hijo sabía que había vivido. Sin embargo, con el apoyo de su familia, Gustavo pudo poco a poco volver a sentirse bien consigo mismo ayudando a los demás. Continuó explicándole a Persé como era el mundo que conoció, y la atención que ponía el muchacho mientras le escuchaba le alegraba los días. Retomó el cuidado de su padre y siempre que tenía tiempo guiaba en lo que estaba en sus manos los destinos de sus vecinos. Hasta que un día como otro cualquiera, nada más se supo de Gustavo.


Desapareció como si se lo hubiera tragado la tierra. No dejó ninguna pista de su paradero ni se llevó consigo objeto personal alguno más allá de la ropa que llevaba puesta. El vecindario entero se volcó en las labores de búsqueda pero nada dio resultado. Iara caminó kilómetros y kilómetros tocando en todas las puertas y preguntando si alguien sabía algo de su hermano. Pasó varios días con sus noches deambulando por los barrios cercanos sin ninguna pista esperanzadora que seguir. Cuando agotada llegó por fin a su casa, en una conversación con su hijo descubrió que el pequeño había sido la última persona que había visto a su hermano. Entonces, mirándole fijamente, y con ambos descargando gruesas lágrimas sobre la alfombra, le preguntó cómo había sido ese último encuentro. Y Persé, encogiéndose de hombros, le contó con naturalidad.


— ¡Madre! Tío Gustavo me preguntó cuál era el nombre del personaje amarillo del cojín. Yo le respondí que se llamaba Bob Esponja. Me sorprendió que no se acordara, pero no le di mayor importancia. Así que eso fue todo, me dio las gracias y se marchó.—

Iara secó las lágrimas del rostro de Persé, enjugó las suyas propias, agarró el viejo cojín y fundiéndose en un abrazo con su hijo le explicó que jamás volverían a ver a Gustavo.


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