miércoles, 30 de octubre de 2013

El hombre bueno y su Ventura

Un cuento por Víctor Álex Hernández


Fotografía: José de Haro 
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¡Soy un hombre bueno! Tengo mis fallos, pero les puedo asegurar que soy un hombre bueno. Y no es que lo diga por decir, no. Lo que ocurre es que mi vida ha llegado a un punto en el que observo que determinadas personas no se percatan de lo mucho que tengo que esforzarme para continuar siendo un hombre bueno. Y como consecuencia, la desgracia ha caído sobre mí. ¿Ha tenido usted la sensación alguna vez de que se le juzga sin miramientos y se le condena sin pruebas? Pues eso mismo me ha ocurrido mí de un tiempo a esta parte. Y todo porque un día cometí un pequeño error. A veces miro al cielo pidiendo una explicación de por qué las cosas no salen como deberían de salir, pero claro, enseguida caigo en la cuenta de que con Dios las circunstancias no funcionan así. A él hay que darle las gracias por lo que tenemos y también pedirle perdón por esos fallos que muchas veces no podemos evitar tener. El momento de reclamar explicaciones no llegará nunca, al menos en esta vida. Yo, sin embargo, tengo la tranquilidad de tener preparadas todas las que él me pueda exigir a mí cuando nos veamos las caras. Pocas personas pueden decir lo mismo.

La desgracia que ahora se cierne sobre mis hombros no siempre estuvo ahí. Hubo un tiempo en el que fui feliz. El cenit de esta felicidad llegó el día en que contraje matrimonio con Ventura, mi querida esposa. La verdad es que llevábamos poco tiempo de novios. Aunque a mí siempre me había quitado el hipo su figura, sobre todo su exuberante pecho. ¡Pero eso a usted no le atañe! Así que... ¡a lo que vamos! Las conversaciones con ella no es que fueran muy agradables para mí, más bien me aburrían. Se ponía a contarme sus problemas y a veces incluso me preguntaba por los míos. -¿Qué le importarán a ella mis asuntos? -pensaba yo cuando esto sucedía. Pero cada vez que notaba su presencia o me acercaba a su cuerpo me surgía un cosquilleo en el estómago que a menudo desembocaba en la entrepierna. Lo que sentí por ella fue un verdadero flechazo. Y sus tediosas charlas no lograban aplacar el amor que se apoderaba de mí sin permitirme siquiera ver más allá. Porque lo que yo notaba cuando la veía salir de la cafetería donde trabajaba era amor verdadero. Un impulso irrefrenable por abrazarla, besarla y poseerla.

Ventura enseguida empezó a hacerme daño. Solíamos salir de fiesta con unos amigos todos los fines de semana. Una de esas noches, yo estaba muy cansado por el estrés de la oficina. Tengo un jefe muy jodido, sabe usted. No me deja ni respirar, y estaba todo el día obedeciendo órdenes absurdas para nada. Así que ese día no me apetecía salir. Pero por dejar contenta a mi esposa, me puse mi traje y nos fuimos a tomar unos tanganazos. Cuando creí que había llegado el momento, le dije que no se pidiera ninguna otra copa porque nos íbamos. Ella me miró y me pidió por favor que nos quedáramos sólo un poco más. Pero yo no quería, así que me negué. Ella por entonces ya me conocía lo suficiente como para saber que a mí no me gusta nada repetir las cosas, así que no debió insistir. El caso es que Ventura finalmente me obedeció y se metió a regañadientes en el coche. En el camino de vuelta a casa no me habló. Ni siquiera fue capaz de pedirme perdón por haber pretendido quedarse, ni de agradecerme el ratito que salimos a pesar de mi cansancio. Ya le dije antes que soy un hombre bueno, así que supongo que por ese motivo lo dejé pasar.

A la semana siguiente, yo no estaba tan agotado, y de nuevo salimos a dar una vuelta. La noche se animó bastante y estábamos muy alegres. Esa alegría que sólo unos buenos cubatas saben despertar en personas jóvenes como éramos nosotros. Así que nos fuimos a una discoteca y, aunque no me agradan para nada esos lugares donde ciertos desaprensivos buscan únicamente el roce, estuvimos divirtiéndonos de lo lindo. Hasta que de repente, cuando regresaba del servicio, divisé a mi mujer dialogando con otro muchacho. La visión me dejó helado. Conocía todas sus amistades y la cara de aquel chico no me sonaba para nada, así que me mantuve en la distancia esperando a ver si Ventura le daba largas. El chaval era alto y apuesto, y enseguida observé como aprovechaba a mirarle el canalillo cada vez que mi mujer apartaba de sus ojos la mirada. ¡Le habría roto los dientes en ese mismo momento! Pero no soy una persona agresiva, le repito que soy un hombre bueno. Yo seguía vigilándoles desde lo lejos, esperando ansioso que mi esposa se deshiciera de aquel indeseable. Sin embargo, mis esperanzas se desvanecieron como un azucarillo en un profundo pozo cuando, desde donde me encontraba, me pareció atisbar que ella le regalaba una tímida sonrisa. Entonces mis instintos salieron a la luz y no pude reprimirme más. Me dirigí hacia ella como un poseso y la agarré ferozmente de la muñeca. Se asustó, no me esperaba. Pude ver el rostro de aquel joven languidecer por el rabillo del ojo. Le habría hundido sus sucias pupilas de un cabezazo  pero mi atención y mi furia estaban centrados en ella. No fue necesario intercambiar palabra. La arrastré hacia la entrada al local y la encaminé hacia el coche. Tampoco tuve que empujarla para que entrara. En el tránsito de vuelta hacia nuestra casa tuvo la misma insolente actitud que la semana anterior. Ni una disculpa, ni un "lo siento", ni siquiera fue capaz de darme una simple explicación. ¿Acaso no merecía yo un respeto?

La verdad es que el comportamiento de mi mujer con aquel chico estuvo semanas instalado en mi cabeza, repitiéndose una y otra vez como un bucle infinito. No podía pensar en otra cosa que no fuera la sonrisa que mis ojos intuyeron distinguir. Me preguntaba sin cesar por qué demonios no le mandó a freír espárragos. Y enseguida llegué a la conclusión de que si mi propia mujer hacía esto aprovechando una simple retirada al servicio por mi parte, ¿qué no haría cuando estuviera sola, o con sus clientes en la cafetería mientras yo trabajaba duro en la oficina? Por las noches me despertaba con pesadillas en las que la veía revolcarse desnuda con aquel tipo. En ocasiones incluso soñaba que se lo montaba con varios hombres sobre la barra después de terminar su jornada. Y me convencí a mí mismo de que había que poner remedio antes de tener que lamentar males mayores. Un día, la esperé en casa con la cena preparada. Ella se sorprendió mucho, diría que le gustó ver la mesa dispuesta ya que era algo insólito en nuestra relación. Y cuando apurábamos el postre, le dije que debía dejar su trabajo. No fue nada fácil convencerla. A mi mujer le costó mucho aceptar el cambio que todo matrimonio implica, pero por suerte dio con un hombre bueno que mira siempre por el bien de la relación, anteponiendo el prosperar de la misma a otro tipo de intereses como, por ejemplo en este caso, pudiera ser el económico.

A pesar de que finalmente dejó el puesto de camarera, mi desencanto con Ventura aumentaba cada día. No entendía por qué razón seguía contradiciendo todo aquello que le decía. ¿Por qué me hacía repetir las cosas una y otra vez? No me gusta nada tener que insistir en lo mismo. Cuando esto sucede tengo la sensación de que me toman el pelo. Y aunque soy un hombre bueno, enseguida me pongo de los nervios si alguien pretende reírse de mí. Esa noche tuve que ponerme en mi sitio y obligarla a dejar el trabajo. Y mira que no me agrada tener que obligar a mi mujer a nada, pero hay veces en las que es necesario por el bien de los dos que yo me ponga un poco duro y no dé mi brazo a torcer. Si no fuera así, estoy convencido de que nos hubiéramos tenido que separar. Y un matrimonio es para toda la vida. Ya lo dijo el sacerdote que nos casó... "Hasta que la muerte los separe". ¿Tan difícil era darse cuenta de que no puedo permitir que mi mujer esté todo el día rodeada de otros hombres a mis espaldas, mientras le miran el culo, intercambian miraditas y se ríen de mí? Hay que ser muy estúpido para pensar que yo me dejaría convertir en el hazmerreír de nadie, y sinceramente, empezaba a pensar que Ventura me veía como un tonto. Y también comenzaba a convencerme de que no podía permitirlo de ninguna manera.

En las semanas posteriores volvió la calma a nuestras vidas. Convivimos en armonía porque yo venía de mi trabajo y ella me estaba esperando en casa con la mesa puesta. Cada vez teníamos menos conversación y a mí eso me hacía feliz. Pocas cosas odio más que llegar cansado de trabajar y tener que hablar con mi esposa de esos anodinos temas que suelen tratar las parejas. La verdad es que estaba muy contento. Parecía como si por fin Ventura se hubiera dado cuenta de cómo se debe tratar a la persona que dices querer. Un día, se animó a pedirme que saliéramos de nuevo por la noche. Desde aquella última vez, no lo habíamos hecho. Y bueno, dado que mi estado de ánimo había mejorado mucho después del desagradable altercado en la discoteca, y también para premiarla por su cambio de actitud, le dije que se preparara porque iríamos a cenar al restaurante que quisiera. Esa noche Ventura se puso muy guapa. Tanto, que tuve que decirle que se cambiara de ropa. Lo hizo sin rechistar. Más le valía, porque ya me había puesto de mal humor el hecho de que pretendiera salir así de casa. ¿Acaso era su intención que la mirasen los demás?

Esa noche no me separé de ella, ni dejé que hablara con ningún otro chico. No quería bajo ningún concepto volver a vivir la terrible experiencia que mi pensamiento era aún incapaz de arrinconar en mi memoria.  Los hombres buenos, como yo, somos los más susceptibles a ser damnificados por los demás. Y... ¿quién podría hacerme más daño que la persona de la cual estaba perdidamente enamorado? Pero afortunadamente, la quería tanto como para no propiciar oportunidad alguna que pudiera incitarla a estropear lo nuestro. Es una labor ardua y difícil,  muchas veces implica anteponer intereses personales por el bien de la pareja, pero mi amor incondicional no conocía barreras y yo estaba dispuesto a hacer lo que hiciera falta con tal de tenerla a mi lado para siempre. ¡Fíjese usted lo ciego que puede llegar a ser el amor! Cuando llegamos a casa, sin embargo, reflexioné y llegué a la conclusión de que suponía para mí una carga extra de estrés tener que permanecer vigilante toda la noche, así que le dije que se terminaban para siempre nuestras salidas nocturnas. Ella no lo entendió, pero no tuve ánimo de explicarle nada, estaba muy cansado y me fui a dormir.

A la mañana siguiente, la peor cara de Ventura salió a la luz. Durante el desayuno, tuvo la desfachatez de decirme que no estaba de acuerdo con la decisión de dejar de salir por las noches, que le parecía mal que no la permitiera vestirse como ella quisiera, y ¿puede usted creerlo? ¡que quería retomar su trabajo en la cafetería! El desayuno se me atragantó, no soy un hombre agresivo, pero, con todo el dolor del mundo,  tuve que cerrar mi puño y golpear su mandíbula con rabia. No le propiné un golpe muy fuerte. De su sucia boca, apenas salieron un par de piezas dentales, que describieron una órbita de lado a lado de la cocina, y un grito sordo que murió entre las cuatro paredes. Fue una acción totalmente necesaria, pero aún así, no tardé ni dos segundos en pedirle disculpas. Tengo buen corazón y a veces es necesario rebajarse y tragarse el orgullo para que una relación prospere. Sin embargo, el orgullo de Ventura era lo suficientemente grande como para no poder atravesar su esófago. Ese mismo día marchó de casa y no la he vuelto a ver más. A los pocos días recibí una denuncia suya por malos tratos. ¡Increíble! ¿Verdad? Yo, que soy un hombre bueno, que siempre he mirado por el bien de los dos, que jamás le había puesto un dedo encima, hasta que esta última vez no me quedó más remedio, y sobretodo, ¡yo, que la amaba tanto! ¿Cómo es posible que a cambio de todo lo que hice por ella, no sólo se me prive de la recompensa de vivir para siempre feliz a su lado, sino que además se me intente castigar y dejar ante la sociedad como lo que no soy?

Tuve que pasar esa noche en el calabozo, con la vergüenza que eso supone para un hombre de mi honorabilidad. A continuación, me pusieron a disposición judicial. Obviamente, ante el Juez he negado la patraña de mentiras de las que esa sucia puta me quiere acusar. Así que he salido en libertad con una orden de alejamiento. También me han prohibido comunicarme con Ventura por cualquier medio. Tiene gracia. Por un lado en la iglesia me dicen que lo que Dios ha unido no lo debe separar el hombre, y ahora me encuentro con esto. ¿No es totalmente absurdo? En cualquier caso, ¿cree usted que me han quedado ganas de acercarme a semejante bruja? Me siento la persona más desgraciada y humillada del mundo. Si la tuviera delante ahora mismo no sé de qué sería capaz. Seguramente le haría pagar por todo lo que me ha hecho pasar. De hecho, quizá lo haga. He conseguido una escopeta de caza por medio de un conocido que tiene esa apasionante afición. Y la tengo en mi casa guardada, porque si pretendiera volver a hacerme daño algún día no dudaría ni un segundo en enviarla al otro mundo, a pesar de que nunca he sido un hombre malo. Incluso, ¿quién sabe si no iré yo mismo en busca de justicia infringiendo esa infundada y absurda orden de alejamiento? Pero, ¡joder! no quiero pasarme el resto de mis días en una cárcel tan solo porque no haya nadie que sea capaz de darle a Ventura su merecido. No sé, habría de ser Dios, o la justicia, o la misma sociedad quien debería ocuparse de esto y no dejarme a mí, la víctima, el trabajo sucio.

El infierno que he tenido que vivir en este último año no se lo deseo ni al peor de los mortales. Me siento señalado, injustamente difamado y vilmente condenado. No puedo salir de mi casa sin percibir las acusatorias miradas a través de las ventanas del vecindario. Los medios de comunicación locales se hicieron eco de la noticia asumiendo como verdadera la versión de Ventura, sin preocuparse en escuchar mi parte. Todos los amigos comunes que conservamos dejaron instantáneamente de hablarme y se pusieron de su lado sin ni siquiera darme la oportunidad de explicarme. En mi oficina los compañeros no se atrevieron nunca a hablar del tema, pero la tensión que se empezó a respirar en el ambiente se podía atravesar con la misma facilidad que un cuchillo al rojo vivo penetra un grueso taco de mantequilla. Tenía entendido que todo el mundo era inocente hasta que se demostrara lo contrario, pero está claro que lo que es justo para unos, a la gente de bien se nos niega sin ningún tipo de rubor. ¿No es cierto que ahora que lee usted mi punto de vista la cosa se entiende mejor y pinta todo muy diferente?

¿Sabe qué es lo único que me frena ahora mismo? ¿Quiere saber usted por qué no escribo el nombre de Ventura en el cargador de mi escopeta y salgo a descargar toda mi furia contra ella? Nada me haría más feliz en este preciso instante que ver su maldito cuerpo ensangrentado mientras con su último aliento me pide perdón por todo el daño que me ha hecho. Pero el amor que siento me detiene. No el amor hacia Ventura, no soy tan estúpido. Ese amor ya lo he enterrado en lo más hondo de mi ser. Verá, he conocido a otra chica. Es repartidora en una mensajería y suele venir por mi oficina a traer sobres con documentos. Me he enterado de que acaba de dejarla su novio y está pasando un mal momento. Cada vez que sale por la puerta, después de que yo le firme los albaranes, no puedo evitar perder mi mirada en su trasero. Hemos quedado para salir a cenar esta noche. Y ya le tengo preparado un gran ramo de rosas rojas para demostrarle que no todos los hombres somos tan malos como ese novio del que acaba de separarse. Ya ve, el amor todo lo puede, incluso consigue que me olvide por un momento de la venganza. ¿Ha conocido usted alguna vez a un hombre más bueno que yo? ¿Verdad que no? ¿Verdad?



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1 comentario:

  1. Aunque ya te lo dije en persona, me ha encantado este ultimo cuento, has hecho que no pueda parar de leer para averiguar cual sería la próxima escusa que pondría el Hombre Bueno, para mi un 10

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