martes, 15 de octubre de 2013

El Sabio

Un cuento por Víctor Álex Hernández


Fotografía por Lucas Kuriger (licencia Creative Commons)


Las últimas páginas de su lectura siempre y sin excepción alumbraban un manantial de reflexiones. El Sabio no podía separar su conciencia de la letra impresa. Un vínculo indestructible unía su alma, hasta las últimas consecuencias, con la del autor de las líneas que danzaban frente su serio semblante. Algunas veces, permitía que fuera el texto quien le cogiera de la mano y le indicara el ritmo y el paso a seguir. Otras veces, era él mismo quien dejaba caer su impronta sobre la improvisada pareja de baile, de modo que sus vivencias y conocimiento del mundo previo eran los encargados de dar finalmente forma a la intención primeriza del escritor.


Los que no eran sabios le miraban siempre de forma extraña. Ninguno sentía el menor atisbo de admiración hacia él. Sin embargo, sí que parecían preocupados por la salud del Sabio. —¡Con tanta lectura sólo va a conseguir que le estalle la cabeza!— decía el alarmista. —¡Es tonto!, mira que estar todo el día haciendo lo mismo. ¡Va a acabar mal!— comentaba el inquieto. —¿Para qué querrá saber tanto?— se preguntaba el curioso. En cualquier caso, lo que sí que se respiraba en el ambiente más cercano al Sabio era una necesidad imperiosa por opinar sobre el asunto. Parecía como si la actitud de este singular hombrecillo despertara el desconcierto más absoluto en su entorno.

Un día, el curioso decidió que debía de averiguar lo que ocurría dentro de la casa del Sabio. Todo el pueblo sabía lo que ocurría cuando salía afuera, pero nadie, absolutamente nadie sabía qué hacía el Sabio una vez entraba por la puerta de su casa. Por tanto, conocían todos que era cliente asiduo del librero, y que los días de sol pasaba las tardes en el banco del parque junto a una columna de no menos de cinco libros apilados a su lado y cuyas lecturas iba alternando a intervalos irregulares dependiendo de no se sabía muy bien qué criterios. También sabían que al Sabio le gustaba pasar el invierno encerrado en el hogar, para lo cual se proveía de leña y alimentos en el otoño con el fin de no tener que abandonar su casa en los fríos meses venideros. Era raro verlo una mañana por fuera, salvo en los alrededores más cercanos cultivando un pequeño jardín en un terreno aledaño.

Y la realidad era que a excepción de sus excursiones en busca de aprovisionamiento, sus quehaceres botánicos, las habituales visitas al librero y algún que otro trámite burocrático que no pudiera esperar a más tarde, nada ni nadie le hacía separarse de su pasión por esos pequeños objetos de papiro que en casa del alarmista, del inquieto, y del mismo curioso eran extraordinariamente útiles para calzar la pata de una mesa coja, o como escondite secreto de alguna nota o escrito inconfesable. Al ser tan escasas las apariciones del Sabio en el pueblo, éstas eran informadas al detalle y casi que de manera simultánea por los habitantes. Como si de su análisis y conocimiento dependiera el bienestar colectivo. Se corría la voz de unos a otros describiendo al detalle todos y cada uno de los pasos del Sabio desde que era atisbado por el primer informante hasta que desaparecía del campo de visión del último de ellos.

En un instante, la cadena de información recorría el pueblo entero de manera que la vida del Sabio llegó a convertirse en toda una obsesión común. Gran parte de culpa de todo esto la tenía el alarmista, que era el encargado de advertir a sus vecinos de que nada bueno podía resultar de una actitud tan clandestina. De que algún objetivo malvado se estaría perpetrando  a escondidas. Y de que lo mejor sería gestar un plan para encerrar al Sabio en la cárcel acusándole de cualquier delito para salvaguardar el futuro de los honorables habitantes. El curioso indagaba en los detalles de la vida del Sabio y los exponía públicamente. Consideraba su deber mantener al pueblo informado de las actividades de un personaje tan solitario. El alarmista era quien interpretaba estas informaciones y desvelaba las oscuras intenciones que se ocultaban detrás de esos actos aparentemente inofensivos. También tenía la impresión de ser el encargado de abrir los ojos al resto para que pudieran ver lo que de otra manera no percibirían jamás. Y tanto el alarmista como el curioso encontraban en el inquieto a su más fiel aliado.

El día en que el curioso llegó a la conclusión de que la humanidad necesitaba saber lo que el Sabio hacía en la intimidad de su refugio, enseguida fue a pedir ayuda al inquieto. Se había dado cuenta el curioso de que el principal motivo de su infelicidad era el no saber qué demonios ocurría entre esas cuatro paredes. Se pasaba todo el día imaginando qué podía ser, y no podía dormir por las noches entre tanta suposición. El curioso tenía que saber la verdad. Pero no solo eso, el curioso necesitaba también que el pueblo supiera esa verdad. Se consideraba a sí mismo generoso, y un secreto tan oculto no podía ser de ninguna manera silenciado. Tenía muy claro que una vez lo descubriera, compartirlo sería indispensable para sentirse por fin satisfecho.

Por su parte, el inquieto lo que verdaderamente requería era actividad. Y lo que no podía permitirse de ninguna de las maneras era no tener nada que hacer. Daba lo mismo lo que fuera, el caso era hacer algo. El inquieto no se paraba a reflexionar en las implicaciones morales de las actividades que realizaba. Le daba lo mismo hacerle un favor al librero y llevar un pedido al colegio, que prenderle fuego a una edición completa siguiendo las instrucciones del alarmista. El inquieto daba muchas vueltas en la cama mientras dormía, pero no era porque ningún remordimiento le restara horas de sueño, ni mucho menos. El verdadero motivo era que ni siquiera cuando abrazaba los sueños más profundos el inquieto podía estarse quieto. Y cuando el curioso le propuso investigar lo que el Sabio hacía en su casa, no se lo pensó dos veces antes de aceptar.

Y así pasaron varios meses en los cuales el curioso y el inquieto se turnaban para vigilar al Sabio en su casa. Con mucho sigilo ambos se acercaban a las paredes de ladrillo y a través de las ventanas exteriores espiaban la dependencia en la cual se encontrara el Sabio en ese momento. Si el Sabio cambiaba de estancia, el vigía que estuviera de guardia en ese momento cambiaba de ventana. Por las noches, cuando el Sabio se iba a dormir, el curioso y el inquieto se reunían para contarse con pelos y señales todo lo que habían visto el uno y el otro. Y esta rutina duró hasta que el inquieto consideró que esta actividad era demasiado pausada para él, que era aburrido estar tantas horas en pie vigilando de ventana en ventana, y que necesitaba hacer otras cosas.

En ese momento, el curioso recapituló en su memoria todos los recientes descubrimientos acerca de la vida del Sabio. Éste no tenía distracción alguna en su casa exceptuando su inmensa biblioteca. Pasaba el noventa por ciento de su tiempo leyendo todo tipo de libros, aunque a veces también leía manuscritos o libretas con lo que desde la distancia parecían ser simples anotaciones. Pero nada de lo que hacía el Sabio dentro de su hogar era lo que se puede denominar noticiable. Así que cuando el curioso fue a informar al alarmista decidió observarle aspectos completamente alejados de la realidad pero que a ojos del curioso hacían que su trabajo de indagación pareciera considerablemente más interesante. La versión del curioso incluía pues que el Sabio tenía un sótano de donde salían unos sonidos extraños, donde pasaba horas encerrado poniendo en práctica oscuras teorías y conocimientos que aprendía de sus innumerables lecturas.

Con esta información el alarmista se reunió con el pueblo y les explicó que nada bueno podía estar haciendo el Sabio en ese sótano. Que era una persona que no se relacionaba con los demás y que por lo tanto odiaba a la sociedad. ¡Lo único que puede esperarse de una persona que te odia, es que te haga daño! les repitió varias veces. También les explicó su certeza de que el Sabio quería deshacerse de ellos tarde o temprano y que la única salida era matarle o encerrarle. La seguridad de los habitantes del pueblo debía de ser la prioridad. Al inquieto se le iluminaron los ojos cuando escuchó estas palabras. —Ojalá decidan matarlo, yo mismo lo haría con mis manos— pensó, aunque justo al momento rectificó, —¡Mejor aún! primero le encerramos y luego le matamos!— Con todo esto, el alarmista, el curioso y el inquieto acudieron a reunirse con el alcalde y con el párroco.

Ni el alcalde ni el párroco sentían simpatía por aquellos que gustaban de leer libros. Los consideraban verdaderos incordios para la buena convivencia de la comunidad, puesto que siempre estaban dispuestos a cuestionarlo todo y eran para ellos los más difíciles de adoctrinar. Así que no fue complicado para el alarmista y sus compañeros convencerlos de que debían actuar sobre la actitud del Sabio. Entre todos, decidieron que no sería necesario molestar al juez ante un caso tan claro, ya que la justicia implica un proceso lento que pondría en peligro la integridad de los habitantes si por alguna razón la locura del Sabio se desataba repentinamente. Además, el juez era un hombre muy ocupado, y que tenía la fea costumbre de reclamar pruebas antes de emitir cualquier veredicto. Y ante un caso tan evidente, estaba claro, a ojos del alcalde y del párroco, que no era necesario recabar ningún tipo de prueba.

El día de la detención, el Sabio se encontraba sentado en el banco del parque leyendo un ejemplar de "Frankenstein, o el Moderno Prometeo" de Mary Shelley. Cuando empezó a notar caer las primeras gotas de lluvia cerró su libro y se dispuso a retomar el camino de vuelta a su hogar. Según se acercaba, pudo distinguir a lo lejos cinco sombras que parecían esperarle a las puertas de su casa. Enseguida descubrió que se trataba del alcalde, el párroco, y justo detrás de ellos el alarmista, el curioso y el inquieto. Tan pronto llegó a encontrarse con ellos, el alcalde tomó la palabra y le comunicó la decisión que habían tomado en consenso y que no era otra que encarcelarle. "Conspiración" fue la palabra técnica que usó el alcalde como delito del cual se le acusaba y condenaba. Sorprendentemente, el Sabio asumió y reconoció su culpa. —¿No piensas resistirte?— le preguntó el inquieto, que fue el único capaz de verbalizar el pensamiento general. El Sabio le respondió con otra pregunta: —¿Me serviría eso de algo?—

Y a continuación añadió:

Señores, asumo mi culpa y por lo tanto mi castigo. No obstante, teniendo en consideración que el hecho de conspirar es por sí mismo suficiente motivo para ser condenado, no es menos cierto que la acción de conspirar aún no ha producido daño alguno a ningún miembro de la comunidad. Y puesto que la prioridad ahora mismo es prevenir que dicho daño se produzca, les ruego tengan ustedes a bien contemplar la posibilidad de que mi condena consista en un arresto domiciliario a perpetuidad, hasta el fin de mis días—

La petición desconcertó a los integrantes del grupo, que comenzaron en ese mismo instante un entusiasmado debate a pesar de que la intensidad de la lluvia había aumentado de tal manera que ya se encontraban todos empapados de pies a cabeza. El alarmista miró incrédulo a sus compañeros. —Pero... ¿y qué hay de los libros? ¡No podemos permitirlo! Seguirá conspirando igualmente— les dijo. A lo que el curioso respondió, —¡Es indiferente! mientras no pueda poner jamás un pie fuera de su casa, el resto estaremos a salvo. Además, yo podría encargarme de vigilar a través de las ventanas todos y cada uno de sus movimientos, e informar instantáneamente de cualquier intento de fuga o actitud sospechosa. Para mí sería un placer colaborar de esta manera con el pueblo.— El inquieto, viendo que la idea de matar al Sabio quedaba descartada, tomó el turno de palabra para sumarse a la idea del curioso. —Pues yo podría ofrecerme a traerle los alimentos y medicamentos que precise, ya que no le vamos a matar, alguien se tendrá que ocupar de mantenerlo con vida—

El alcalde y el párroco decidieron no expresar en voz alta sus deseos pero ambos eran proclives a permitirle al Sabio el alivio de su pena de acuerdo a su petición. Al fin y al cabo, era una solución que permitía tener al Sabio bien lejos de ayuntamiento e iglesia, y esto era lo que a ellos verdaderamente les satisfacía. De manera que desoyendo los deseos del alarmista, y por amplia mayoría democrática, se condenó al Sabio a permanecer encerrado en su casa el resto de su vida. Esa misma noche, una vez introducido el reo en la que a partir de ahora sería su celda, entre todos instalaron las rejas que cubrirían las ventanas y sellaron la puerta de entrada a cal y canto, dejando únicamente una pequeña abertura al pie de la misma para poder introducir aquello que fuera necesario, principalmente alimentos, medicinas o utensilios de la vida cotidiana.

Justo en el momento de echar el cerrojo, el cielo descargó sobre ellos una sinfonía compuesta por el coro de la tempestuosa lluvia, la percusión de unos ensordecedores truenos y el acompañamiento de zigzagueantes rayos y relámpagos. Sin embargo, semejante orquesta no fue impedimento para que una vez terminado el trabajo el curioso, al contrario que sus paisanos que ya se encaminaban al calor de sus hogares con la satisfacción del deber cumplido, permaneciese en el lugar, calado hasta los huesos, para observar a través de la ventana las acciones del Sabio en los minutos iniciales de su castigo. Fue sólo unas horas más tarde, cuando decepcionado por no ver reacción alguna de rabia, dolor o impotencia por parte del condenado, decidió replegarse a descansar, dejando atrás a un Sabio que apuraba impertérrito los últimos capítulos de su anteriormente interrumpida novela gótica.

Las semanas posteriores a la noche del arresto transcurrieron con normalidad. Como habían previsto, el curioso montaba sus guardias y le contaba a quien se cruzaba por delante lo que hacía el Sabio en su cautiverio. A veces exagerando y otras veces dando rienda suelta a su deslenguada imaginación. El inquieto le introducía por la pequeña abertura de la puerta las cajas con alimentos o elementos de primera necesidad. Aunque a veces se agenciaba algún que otro comestible como renta por el trabajo de transporte. Y el alarmista buscaba o se inventaba nuevos peligros sobre los que advertir a sus vecinos con el fin de que éstos no bajaran la guardia. Pero, en definitiva, el pueblo entero se mostraba ahora mucho más tranquilo sin la amenaza constante de ese Sabio conspirador que vaya usted a saber qué horrores estaría maquinando.

Hasta que un día, un hecho inusual ocurrió. El inquieto, como de costumbre, introdujo la caja por la abertura. Pero cuando el Sabio se acercó a recoger lo que contenía, observó la forma de un sobre asomando por entre las verduras y las latas de conserva. Extrañado, lo retiró y lo contempló detenidamente. No contenía sello alguno ni pistas sobre quién podía ser su remitente. Instintivamente se lo acercó a la nariz e inhaló profundamente pero no pudo percibir ningún tipo de fragancia que le ayudara a descubrir el origen de la correspondencia. Entonces, decidió alejarse lo más que pudo de la ventana y conteniendo el aliento abrió el sobre extrayendo su contenido, una carta manuscrita, que decía así:


Estimado señor:


Le escribo para felicitarle por su reciente condena. Sí, "felicitarle", ha leído usted bien (en realidad usted siempre ha leído muy bien).


Desde el momento en que se me informó de los acontecimientos ocurridos el día de su detención no he podido dejar de preguntarme cómo se puede ser tan necio para no saber que no existe mayor libertad en este mundo que la que se encuentra detrás de los estantes donde guarda usted sus libros.


¿Acaso no se dan cuenta de que usted ahora mismo se sentirá más acompañado que nunca, y que podrá viajar a cuantos lugares le plazca, y que incluso podrá avanzar o retroceder en el tiempo con tan sólo pasear sus pupilas por encima de unas líneas? ¿Tan ciegos están que no se han percatado de que la verdadera cárcel empieza desde el mismo momento en que damos la espalda a un libro, con lo que el cautiverio más desolador se inicia justo fuera de la que es su casa, ya que dentro de la misma se extienden infinitos parajes que descubrir?


Ciertamente el ser humano nunca deja de sorprenderme. Pero no se preocupe usted que no pienso revelar a nadie su secreto. Al fin y al cabo, yo también soy libre y feliz con creces, como usted. Y aunque me disgusta sobremanera haber perdido a nuestro mejor cliente, el convencimiento de que sus verdugos están en realidad enjaulados mientras usted vuela como un pájaro, nos alivia sobradamente el alma a mi marido y a mí.

Reciba un sincero abrazo.
La esposa del librero.


Información sobre Derechos
Safe Creative #1310198794841

2 comentarios:

  1. Hola Álex:
    Escribes muy bien. Mantén la motivación hasta que se convierta en hábito.
    Un saludo a toda la familia.

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    1. William, muchas gracias por tu visita en primer lugar, por tu lectura y tu comentario luego. Gran consejo ese que me das. Un saludo también para ti y los tuyos.

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